El escritor de Hebreos observó que muchos de sus lectores que profesaban ser cristianos estaban abandonando su confianza en el Señor (Hebreos 10:35). Es posible que la persecución y las dificultades hayan llevado a algunos a renunciar a reunirse. La solución era volver a reunirse.
La comunión diaria, regular y real con otros cristianos es un componente esencial del crecimiento y la perseverancia cristianos. Si, como el escritor de Hebreos, vivimos con la esperanza de que el dÃa del regreso de Cristo está próximo, comprenderemos la importancia de animarnos unos a otros en nuestro camino de fe. Pero si dejamos de reunirnos, ¿cómo podemos esperar dar apoyo y recibir ánimo?
La riqueza de la comunidad entre los creyentes del primer siglo proporciona un modelo digno para los cristianos de hoy. Estos primeros creyentes se reunÃan diariamente en sus casas para enseñar, compartir, adorar, comer, compartir la Cena del Señor y orar juntos (Hechos 2:42). "Y perseverando unánimes cada dÃa en el templo, y partiendo el pan en las casas, comÃan juntos con alegrÃa y sencillez de corazón" (Hechos 2:46).
Además de reunirse en pequeños grupos en las casas, el libro de los Hechos confirma que los primeros creyentes se congregaban en reuniones corporativas más grandes (Hechos 2:44). Su compromiso mutuo era tan profundo que reunÃan sus recursos y compartÃan lo que tenÃan con los necesitados (Hechos 2:44-45).
Un espÃritu de mutua consideración y cooperación impregnaba la Iglesia primitiva: "Todos los creyentes estaban unidos de corazón y en espÃritu. Consideraban que sus posesiones no eran propias, asà que compartÃan todo lo que tenÃan. . . . No habÃa necesitados entre ellos, porque los que tenÃan terrenos o casas los vendÃan y llevaban el dinero a los apóstoles para que ellos lo dieran a los que pasaban necesidad" (Hechos 4:32-35, NTV). Reunirse para cuidarse unos a otros era la actitud predominante entre los creyentes de estas primeras reuniones (1 Pedro 1:22; 1 Tesalonicenses 4:9).
Los cristianos no debemos dejar de reunirnos porque formamos una sola familia: la familia de Dios, o la "familia de la fe" (Efesios 2:19; 1 Timoteo 3:15; Gálatas 6:10). Como miembros de la casa de Dios, los creyentes deben mostrar amor mutuo, hospitalidad, ternura, compasión y humildad (Hebreos 13:1-2: Filipenses 2:1-3).
Dios ha dado a los miembros de Su cuerpo dones espirituales "para el bien común" (1 Corintios 12:1-11). Estos dones han de utilizarse para la edificación de la Iglesia "a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo" (Efesios 4:12-13). Solo podemos alcanzar nuestro pleno potencial como creyentes cuando permitimos que Dios nos haga madurar mediante la comunión dentro de Su cuerpo, con Cristo como cabeza (Efesios 4:14-15).
Pablo comparó la Iglesia con el cuerpo humano, explicando: "Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito, ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros" (1 Corintios 12:21). Cada miembro del cuerpo de Cristo -la familia de Dios- es esencial y valioso. Por medio de Cristo, Dios reúne a los creyentes "como piedras vivas" para "edificar una casa espiritual que sea un sacerdocio santo", con Jesús como piedra angular (1 Pedro 2:5-6).